El traje nuevo del emperador
Un emperador muy vanidoso encarga el traje más extraordinario y único del mundo. Después de tres semanas, tres días, tres horas y tres minutos por fin se lo puede poner para lucirlo ante su pueblo. Pero... ¿por qué todos se ríen?, ¿por qué tantos murmullos y cuchicheos? Esta historia clásica de Hans Christian Andersen nos hace reflexionar sobre la vanidad.
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Algunas historias, canciones y juegos tienen la fortuna de viajar de generación en generación, por ríos, mares, lagos, montañas, campos, veredas, palacios, ciudades, calles y trochas. Poco a poco, y de voz en voz, la música de las palabras va llenando nuestros bolsillos, y nos pone a la mano siempre una historia por cantar y una canción para contar.
En este libro quiero dejarles mis historias favoritas de infancia, las que aún me acompañan de día y de noche, eso sí, cantadas y contadas al mejor estilo de María del Sol y CantaClaro, con un toque de pimienta por aquí y por allá, para que disfruten en familia.
Y ustedes, ¿saben cuáles son sus cuentos, juegos, adivinanzas, poesías, trabalenguas y rondas favoritas de infancia? Acá les dejo algunas pistas.
Acto I
De curiosidades y otras sonrisas...
Lo imposible te dará risa
y la risa te susurrará
chistes, chanzas e imposibles,
y alegrías del más allá.
El traje nuevo del emperador
De flores, pepitas y a rayas… Una camisa estampada por aquí y un pantalón bombacho por allá… Piyama de seda y pantuflas de algodón… ¡Ah, esto sí que es vida!, decía el elegantísimo emperador mientras repasaba su colección de atuendos de los grandes diseñadores de Berlín, Nueva York, Brasil, Londres, Francia y Tokio. Era la obsesión del emperador vestirse a la moda, ser el más elegante y estilizado de la comarca.
—Qué lindo soy y qué bien me visto. No hay nadie como yo… —se repetía a sí mismo mientras lucía sus inigualables trajes.
Su sed por lucir hermoso era insaciable y pasaba horas frente al espejo. Era algo extraño, pero su majestad se fascinaba al combinar la ropa interior con los manteles bordados del almuerzo, sus pañuelos con las cortinas y los estampados de sus medias con los jardines de su palacio. Tenía combinaciones para cada hora del día y una paleta de colores especial para cada ocasión, y así vestía todo a su alrededor.
¡Belleza, belleza, belleza para mí y para el mundo!, era el lema de su reinado.
Pero pobrecillos sus criados, mayordomos, escuderos, siervos, cortesanos y lacayos que debían ir a su ritmo para que el reino estuviera combinado a la perfección.
Hasta que un buen día, mientras desayunaba entre sus largas galas doradas, su majestad recibió una carta desde una desconocida tierra lejana:
Honorable Emperador:
Solo por usted viajaremos desde el otro lado del mundo cargados con las telas más refinadas y hermosas. Además, llevamos un paño único y extraordinario: se hace invisible ante cualquier persona tonta o que no sea cualificada para cumplir con honores su oficio y profesión. Imaginará lo útil que esto puede resultarle a un poderoso emperador como Su Majestad.
Si acepta nuestra visita, en tres días estaremos a primera hora de la mañana a sus pies para tomar medidas y poder confeccionarle de inmediato el traje más bello y lleno de bondades que usted haya visto jamás. Solo deberá firmar un sencillo acuerdo por setecientas monedas de oro, tres percherones blancos y un baúl lleno de las más hermosas joyas de la corona.
Si así lo precisa, tenemos cartas del reino de los cielos, de las estrellas y de los tormentosos mares, que dan fe de nuestro talento y honor.
Cordial saludo,
Hermanos Agujeta e Hilón
—¿Cómo pude haber sobrevivido a mi reinado sin este traje? ¿Cuántos bribones me habrán engañado ya? Pero de ahora en adelante no habrá tonto o ladronzuelo en mi reino. ¡Lo sabré todo con tan solo una mirada al usar mi nuevo traje!
¡Qué alisten mi trono de inmediato! ¡Hombres de gran talento y gusto vendrán a visitarme y debo estar a la altura! Y que reúnan mis tesoros más preciados de inmediato… ¡Poorfavoooor!
Así, mientras el emperador dormía plácido en su cama real, con su mejor mascarilla de aguacate en la cara para verse fresco y renovado ante sus invitados, todos trabajaban a su alrededor sin parar. Qué gran algarabía y confusión se armó. Unos corrían por aquí y otros corrían para allá para recibir a tan distinguidos expertos de la moda universal.
Justo a los tres días, muy puntuales llegaron los invitados que fueron atendidos tal como se había planeado con tanto cuidado. Eran obvias sus habilidades manuales, y las recomendaciones de otros reinados fueron avalados con la dignidad y decoro del caso. El emperador aceptó entonces tan tentador trato con una única condición:
—Tiempo límite de entrega: tres semanas, tres horas, tres minutos y treinta segundos. ¡Ni un segundo más, ni un segundo menos! Y que empiece la cuenta regresiva de una vez, ¡por favor!
Era obvio, tres era el número elegido por el emperador al ser una armoniosa combinación de la buena suerte. Para dar cumplimiento y puntualidad a la labor encomendada, nombró a su mejor ministro como supervisor real.
Cada mañana el secretario iba a inspeccionar las labores de los confeccionistas. Sin embargo percibía algo extraño en cada visita. El ministro insistía en su idea de no poder ver nada así se frotara los ojos una y otra vez. Y esto sí que le causaba preocupación y angustia al pobre. Incluso, en el afán de no ser capaz de cumplir con tan importante misión y ser tachado de “tonto”, con zumo de limón se hizo un profunda limpieza de ojos. Pero ante la insistencia de parte de los hermanos Agujeta e Hilón, al hablar de su buena mano y la perfección de su diseño, el ministro empezó a dudar de sí mismo:
—¿Cómo? ¡Si yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tonto o acaso no valgo para este oficio? Qué frustrado me siento…
Era una situación compleja e inusual. A quién debía hacerle caso el ministro, ¿a su instinto, a los afamados diseñadores o a su majestad? Pero el miedo a perder su investidura hizo que este de repente se decidiera, suspiró profundamente y con ímpetu afirmó:
—¡Oh, sí!, qué hermoso traje. Es sorprendente, inigualable y único. ¡QUEDA APROBADO!
Entre tanto, cada día dormir le era más difícil al emperador y sus ojeras no parecían combinar con nada. Sus gritos y mala cara eran notorios y nadie sabía qué hacer. Ya casi se cumplía el tiempo de entrega y a pesar de las buenas noticias del ministro, había algo en el ambiente que lo mantenía intranquilo.
—Su majestad, nunca antes había visto un traje igual. Debo aceptar que en un principio sentí temor al no ver muchos avances, pero ahora, cada vez que visito los telares siento cómo el chaca-chac que entreteje los hilos en las máquinas no para de sonar. Fe, mi querido emperador, fe es lo que debemos tener.
Y fe fue lo que decidieron tener y la noche anterior, entre tés y aguas de manzanilla y valeriana, el emperador contó no solo ovejas, sino cada hora, segundo y milisegundo para la entrega de su preciado vestido…
¡Hasta que por fin llegó el esperado momento!
Con una bata de seda recién traída de la India, el emperador hizo seguir a los modistas mientras él los esperaba con ansiedad en su elegante guardarropa. Por unos instantes el reino entero guardó silencio mientras el emperador se vestía frente a su espejo real.
—¡Que se preparen todos, que llegó la hora de revelar tanta belleza entre los habitantes de mi reino!
Diciendo estas palabras, las trompetas del reino retumbaron y los aplausos y gritos efusivos del pueblo invadieron cada rincón de la comarca.
—¡Que viva, que baile, que el emperador está a la moda! ¡Que salga ya, que muestre su caminar, que por las calles marche ya! —se oía a la gente cantar eufórica.
Cuando estuvo todo listo, con un último suspiro por fin salió su majestad a desfilar por la calle mayor. ¡Qué guapo, seguro y poderoso se sentía!
Pero de pronto todos a su alrededor callaron y el alboroto se convirtió en murmullos y miradas de reojo. Nadie era capaz de fijar sus ojos en el gran señor. Aunque el emperador sintió aquel extraño silencio sobre su piel, dejó a un lado el temor al saber el poder que le otorgaba su invencible traje. Sin embargo miró fijamente a cada uno de los presentes sin poder distinguir quién era pícaro o tontarrón. Eso sí que le resultó extraño e incómodo.
Hasta que un pícaro jovenzuelo, que de inmediato comprendió lo que sucedía, sin más empezó con un imprudente cántico:
—¡Lero, lero, candelero, el emperador está desnudo, todos callan, se hacen los mudos. Lero, lero, que fue engañado y los bribones con las manos llenas se han escapado!
Ya nadie más pudo contener la risa. El emperador se miró de arriba abajo, de abajo arriba, tan rojo como una manzana al ver que su traje… ¿su traje? ¡SU TRAJE! ¡SU TRAJE NO ERA INVENCIBLE! ¡ERA INVISIBLE, TRANSPARENTE, NO EXISTÍA! Y al darse cuenta de que estaba desnudo, disparado salió corriendo hasta su habitación, tan avergonzado que no quiso salir de su cama ni de su piyama de pepas rosadas por tres años, tres meses, tres horas, tres minutos y tres segundos…
Y así me lo contaron a mí y entre chistes y chanzas, hoy te lo cuento yo a ti.
María del Sol Peralta